Es martes y en esta tarde gris canta El Pele. En el otro lado del mundo dicen que el blues sirve para disipar melancolías. ¿Para qué queremos el flamenco?
Eduard Punset afirmaba: “la música sirve para algo, lo demás para casi nada”. Llueve en Madrid y en el teatro de la Abadía me ha tocado la butaca del escalofrío. De momento no tiene duendes, sólo corrientes de aire. Los músicos ocupan su lugar, se hace el silencio y desde la sacristía aparece la voz firme de El Pele que camina sin micro con un cante que viene de lejos.
Ya saben que este cronista prefiere identificar las sensaciones antes que los cantes y eso resulta especialmente interesante con el Pele que lo canta todo a su manera. Anunció unas alegrías y citó a Pericón y Aurelio para luego recordar que no iba a cantar como aquellos, aunque el paisaje se parece mucho al de la Bahía de Cádiz y nos habló de una barca sin vela y sin remos y al rato estaba en la playa discutiendo con alguien que se la quería comprar. El Pele pasa de la claridad del relato a encoger el cuerpo, estrangular la voz, descomponer la figura y expresarse con un galimatías ininteligible que uno interpreta como “que no vendo esa mierda de barca por mucho que me paguen”, o así. Mi método para traducir el enigma consiste en escuchar al cantaor como si fuera John Coltrane flotando en la playa, uno se deja llevar por la ola mientras no salpique. Estás así, muy cerquita del éxtasis cuando aparecen los versos de Rafael Alberti: “Si mi voz muriera en tierra…” que a los aficionados con algunas canas nos trasladan a Morente… y El Pele lo canta distinto y también magistral. Un clavo saca otro clavo, imposible entonar esos versos sin ver el paisaje de la bahía.
Siguió acordándose de Miguel Hernández y comenzó por “la Nana de la Cebolla” avisando de que le había metido alguna cosa y ahí es cuando parece que el cantaor se inventa letras y remates y se vuelve hacia Niño Seve, su guitarrista, para comentar la jugada y la ocurrencia. Estábamos flotando por la galaxia del cantaor cuando llegó el momento crucial en sus conciertos: ¡La soleá!. Mentó siete variedades ¡y al Serneta! y avisó de que no nos las iba a hacer todas y que, en cualquier caso, serían a su estilo único y reconocible hasta por los flamencólicos.
Si alguien no ha escuchado la soleá de El Pele es que no sabe lo que saben los del blues, la manera de disipar melancolías un martes en una tarde gris. Ahí es donde se empieza a entender aquello de “Poeta de esquinas blandas” que anunció en 1990 junto a Vicente Amigo.
El silencio le sienta bien a El Pele que no se cansa a la hora de agradecer al público de la suma flamenca que se ha congregado en la Abadía. En las bulerías de la despedida se empezó a quitar la chaqueta y recogió los aplausos a su aire, pasando de coreografiar el gesto, de mostrarse como un equipo con su guitarrista Niño Seve y los palmeros Eduardo Gómez y Naim Real. El Pele es así, un ácrata del arte. Cuando todo parecía resuelto volvió a sentarse con un “de aquí no nos vamos hasta que venga el lechero”, luego añadió socarrón que el presidente de una peña no le quería pagar porque aún no había llegado el de la leche fresca. Hay gente que aún no entiende la parte metafórica de la vida. Total que el bis fue por tangos y ahí apareció el estribillo… En la calle había dejado de llover y una mujer madura, de edad ignota y con la permanente intacta canturreaba aquello de “vengo del moro, vengo del moro”.
El Pele Jondo – Teatro de la Abadía – Suma Flamenca 2025
Niño Seve, guitarra flamenca
Eduardo Gómez y Naim Real, compás
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