Con un formato renovador y un enfoque más juvenil, la cantaora ha estrenado en el Festival Flamenco de Nîmes ‘Manifiesto’, una catarsis personal y artística para desterrar el “dolor, la pena, el miedo y la ira”
Por momentos cierro los ojos en las seguiriyas y escucho a aquella María niña que con 16 años me vació las tripas en la Iglesia de San Luis de los Franceses cuando se presentó por primera vez en la Bienal de Flamenco de Sevilla. Aquí veo su sobrecogedora firmeza y su oculta fragilidad y siento que conserva intactas esas ganas, entonces más desatadas, de arrancarse “el dolor, la pena, el miedo y la ira” que ahora en Manifiesto comparte ya abiertamente.
Por supuesto esta noche en el Bernardette Lafont de Nîmes, cuyo Festival Flamenco acoge el estreno absoluto del nuevo trabajo que presenta la artista con Universal, la gente vuelve a estremecerse cuando la cantaora aprieta los puños porque entiende que con su cante salvaje está lamiéndose y curándose las heridas. La de la muerte de su padre, al que recuerda constantemente; la de una maternidad también temprana y la de una carrera y una vida que va demasiado rápido.
En el cante de María hay una pelea, un conflicto profundo que tiene que ver con la búsqueda de su propia identidad. La que nos persigue a todos y nos obliga a preguntarnos constantemente quiénes somos, qué queremos y qué le pedimos a la vida. “Me equivoco fallando, si no cómo voy a aprender”, se dice acompañándose a sí misma a los teclados en una suerte de ruego.
Yendo a lo que tiene de catarsis la propuesta para la artista, -que es todo-, es inevitable no emocionarse y sentir orgullo como espectadora y aficionada de acompañarla en su necesario crecimiento personal y artístico. En el tránsito en el que convive en paz la vulnerabilidad y la inseguridad con el carácter arrollador que la mantiene imbatible y apoteósica. Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza, que decía Cernuda.
En Manifiesto, por tanto, la cantaora se hace grande en el escenario en un recital de gran formato que, siguiendo la estética urbana que impera actualmente en los conciertos de las estrellas internacionales, trata de captar al público millenial y de la generación Z que, salvo excepciones, vive de espaldas al flamenco. Ojalá.
En este sentido, el nuevo espectáculo apuesta por lo visual renovando el formato estático de los recitales de cante en silla de enea para jugar con el espacio escénico (alturas, audiovisuales, luces, disposición…), la dramaturgia (el relato de la historia personal de María a través de los textos proyectados y letras propias sinceras y combativas), y los arreglos musicales (sintetizadores, reverb, volúmenes…) de los palos tradicionales de los que parte la cantaora: alegrías, bulerías por soleá, zorongo, petenera, verdiales…
De este modo, junto a su habitual y excelente elenco (Nono Jero a la guitarra y Manuel Cantarote y Juan Diego Valencia a las palmas), la jerezana aparece aquí enérgica, polifacética y dinámica, con una actitud más juvenil y más dulce. Acaso más propia de su edad, de las influencias artísticas de las que ha bebido más allá de su apellido y de sus inquietudes. Invitando al público a participar de lo jondo sin complejos.
Es verdad que en este frenético recorrido cuesta a veces seguir el ritmo acelerado y, entre tanto efecto y tanto corte, no logramos conectar con la emoción que produce su voz que, por cierto, ha ganado en profundidad y en temple. Como cuando activamos el X2 de los audios de whatsapp para meternos prisa y necesitamos luego volver a escucharlos porque no nos enteramos de nada.
Suponemos que tras el estreno tocará reposar el formato y revisar estos matices para dejar que el universo en el que se ha sumergido fluya de manera orgánica, llevándonos a otro lugar, pero conservando su poderosa capacidad de transmisión. Como tendrá seguramente que familiarizarse con este papel de diva de la escena que tiene aún que creerse. Tiene toda la vida por delante y debe ir a por todas.
Galería fotográfica por Sandy Korzekwa
Debe estar conectado para enviar un comentario.