Punta y tacón
Silvia Cruz Lapeña
@silviacruz_news
Periodista.
Hago un llamamiento a la censura. Propongo que en el octavo año de la muerte de Enrique Morente evitemos palabras como “revolución” o “genio”. No es que no lo definan, es que dichas así, sin explicarlas, no dicen nada. Lo que sugiero es que ahondemos y también, por qué no, le honremos recordando algún traspié del cantaor que se autodefinió como “el eterno discípulo”.
Yo me quedo, por afinidades, con su participación en El mito de Edipo Rey, obra que se estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Mérida en 1982, de la compañía de José Luis Gómez, dirigida por Stavros Doufesis y a partir de la traducción que firmó otro inclasificable, Agustín García Calvo. El de Granada fue elegido para interpretar, junto a la cantante Natalia Duarte, lo que le encargaron en una obra que fue problemática desde el inicio, también para Enrique, de quien se quejó el equipo griego porque no entraba a tiempo o no llegaba a algunas notas.
La propuesta se puede ver en la web de RTVE. La aparición de Morente es corta y no de las más lucidas. No todo fue culpa suya, algo tendría que ver lo de meter el flamenco con calzador con una dirección musical que corrió a cargo de la parte griega. Apenas he encontrado algo escrito sobre una pieza que giró poco y casi no se dijo nada sobre el cantaor, pero siempre he creído que experiencias de ese tipo enriquecen a un artista tanto como sus éxitos.
Con esa idea en la cabeza vi en su día el documental Omega, dirigido por José Sánchez Montes y Gervasio Iglesias, donde me pareció que la angustia de Morente ante la producción del disco era real pero era antigua. El miedo que se le adivina ante la incertidumbre del proyecto con los Lagartija Nick no era nuevo para él, pero parece como si los tropezones hubieran hecho el efecto de curtirlo, no de arredrarlo.
Conexión creadora
A Morente le falló a veces la comunicación con una parte del público y de la crítica: unas porque no se le escuchó con atención, otras porque se equivocó y la mayoría, porque se adelantó a su tiempo. Volvió a la carga una y otra vez y esa capacidad de mirar para adelante lo hizo tan especial como el hecho de que nunca se cortocircuitara su comunicación con el arte. Por eso que me chirría leer que con Omega, Morente revolucionó el flamenco, cuando su carrera fue una corriente continúa marcada por el afán de búsqueda constante.
La revolución la hizo Morente con cada paso, no en un disco, aunque no ignoro que en Omega es tan importante el cómo como el cuándo. Cualquier decisión adquiere más o menos sentido dependiendo del momento en que se toma y Morente, nunca me pareció casualidad, se lanzó a la alberca del rock independiente después de ser el primer flamenco en recibir el Premio Nacional de Música. Como si hubiera notado que querían ponerle una correa.
Otra prueba de esa conexión con el arte, es la habilidad que tuvo para crear a partir de la obra de otros. Sirva como ejemplo su destreza para cantar lo que escribieron los poetas, pericia que no han demostrado otros compañeros suyos. Si la poesía en boca de Morente no suena a prótesis es por el modo con el que trabajaba la verdad: naturalmente, como si apenas hubiera filtros entre su cabeza y lo que le contaba al mundo. No hablo de la sinceridad infantil que presume de no guardarse nada para sí, hablo de un tipo de honestidad que nace de limar contradicciones, de escuchar a quien no piensa ni canta como tú y de no hacer nunca nada porque toca. Por eso su voz suena a verdad.
Diálogo con otras disciplinas
Sé que no estoy cumpliendo con lo que he pedido: es imposible no ver, incluso en los errores, las enormes virtudes que hicieron tan especial a Morente. Pero si insisto en no meterlo en los mismos adjetivos de siempre es porque sé que cuando los empleamos, no todos estamos pensando en lo mismo. Por ejemplo, es frecuente atribuir los aciertos de Morente a su gran conocimiento de la tradición flamenca y yo creo que eso es cierto sólo en parte.
Si Morente enriqueció lo jondo es porque puso en relación sus conocimientos con los del pasado y mirando al futuro; su compromiso social en consonancia con el estético, pero también porque se mezcló con otras disciplinas sin prejuicios. Prueba de ello son sus múltiples colaboraciones y las variedad de estilos y fuentes con las que “habló”. ¿ Por qué si no se dedica con tanto ahínco un cantaor a un pintor como Picasso?
Con esa actitud mestiza, Morente, que enriqueció todo lo que tocó, nos dio una lección a todos, también a los que escribimos sobre este mundillo, tan atrapados a veces en nuestro entorno. Porque si en las crónicas de aquel Festival de Teatro Clásico de Mérida apenas se citó su nombre es por el desconocimiento general que hay de lo jondo, pero también porque el periodismo flamenco parece vivir en una cuarentena eterna que sólo le permite escribir y opinar si el espectáculo es flamenco y se da en un entorno flamenco. Quizás sea miedo al contagio, quizás desconocimiento. La buena noticia es que ambas cosas se curan leyendo.
Intuición y camino
No sé si Morente la buscó a propósito o le fue brotando, pues todo lo que hacía destilaba una intuición prodigiosa, pero vista en conjunto y con cierta distancia es obvio que dejó una obra total, un tipo de obra que dialoga con otras manifestaciones artísticas. Teatro, pintores, poetas, rock, ballet. Y podríamos seguir.
Siempre he pensado que ese resultado se debió, en gran medida, a una habilidad aún más escasa: su enorme capacidad, diría que natural, para entender el valor del presente. Enrique Morente no era un hombre que se peleara con su tiempo, ni con sus artistas, ni con los jóvenes. No se los ponía enfrente, se los ponía al lado. Y no es que todo lo valiese, es que no temía a los rivales ni a las contaminaciones. Por eso también ha devenido en algo que no han sido otros compañeros igual de célebres o buenos artistas: maestro, tarea para la que no sirven los ensimismados ni los cenizos.
Paco de Lucía abrumó a sus sucesores y por eso tantos tocan como si sintieran complejo de no ser él. Y Camarón, tan deslumbrante, no dejó sitio para un heredero digno de su resplandor. Sin embargo, Morente, aún brillando fuerte y constantemente, fue capaz de abrir caminos. Veo muchas cosas suyas en mucha gente que empieza. A veces sin saberlo, sin ponérselo en la boca cada dos por tres y casi siempre, por fortuna, sin pretender parecerse a él. Ese es el tipo de legado que dejó, esa es su onda expansiva, que no hace falta ni nombrar porque forma ya parte del aire. Y se respira.