Aunque lo parecía, no era un homenaje, ya lo decía el cartel, que subrayaba “reconocimiento”. Era rendir honores en vida y dárselos en mano a José Jiménez Santiago El Bobote en su casa, en Sevilla, en la Peña Flamenca Torres Macarena. “Esto no es un homenaje, si acaso lo es por la puerta pequeña, porque para el de verdad nos tendrán que abrir un estadio para que quepan todos los que le amamos y hemos bebido de él”, declaró José Suárez Torombo, una de sus arterias afectivas principales, que iniciaba así la guía por una noche tan emotiva y apretujá como calurosa.
Resulta que este multifacético artista flamenco, jaleaor, palmero que baila y canta, la media naranja de Fali El Eléctrico, habitante de Las 3000 y saltarín sin igual que lo mismo acompañaba a Farruco que a Israel Galván que a Manuela Carrasco, a Antonio Canales o a Eva La Yerbabuena, reunió anoche a un nutrido y variopinto grupo que sembró el escenario de gestos de amor, compañerismo y cuidado. Y presencia sin pantallas. Sobre todo, estar.
Y como a estar se aprende estando, quienes estuvieron arriba del escenario transmutaron lo que igual hacen cotidianamente debajo de él, en círculo, con o sin candela, de pie, arropando cada ocurrencia del resto, estalla aquí un llanto o allá una carcajada. Gente de cante, de baile y de un atrás fundamental lo entregaron todo. Empezó Pastora Galván, que abrió con una pincelaíta ya mítica por bulerías de Triana en las que Bobote, además de cantarle al golpe, se levantó para también bailarle. El público, absolutamente activado, agradeció el sabor y la ternura. Después, los niños de las 3000 (Juani, Petete, Emilio Castañeda, Fali El Eléctrico nieto…) la formaron: ni son ya tan niños ni son promesas, sino presente y testigo de una forma de hacer que conecta con las mimbres de a quien rendían honores. Qué gusto verlos con sus mayores, en una transmisión que el flamenco tiene por costumbre y de la que podríamos tomar algunas notas. Eso sí, siempre me pregunto dónde están las mujeres: las niñas de las 3000, que ya no son tan niñas ni tan promesas y, sobre todo, dónde están las mayores.
Especialmente emotivo resultó el momento del cante: la soleá de Luis Amador, los fandangos de Guillermo Manzano, el taranto de Enrique El Extremeño y la siguiriya de Diego Amador Boquerón con la guitarra de Eugenio Iglesias que, junto a Caracafé y Rafael Rodríguez Cabeza, arroparon con su sonanta toda la noche. Este momento nos hizo comprobar que la edad en el flamenco añade almíbar y roante, que resultan columnas vertebrales para decir el cante más que la sobrevalorada potencia.
Llegó el momento del baile, y Pepe de Pura y El Galli sacaron de Rafael Campallo, Juan de los Reyes, Petete, Torombo, Choro Molina y Carmen Ledesma las almas de quienes incluso ya no están aquí, y no sólo porque estuviéramos ya en Tosantos, me refiero a esa facilidad del flamenco de conectar vivencias anteriores y traer tantos otros nombres aquí para honrar a otro de los suyos. Y más allá de nombres y estirpes -aunque hay barrios que no se pueden ignorar-, lo que llenaba los corazones, es algo que a buen seguro pasa en otros oficios y disciplinas, pero en el flamenco, ¡ay! Qué manera de hacer mejores a los demás. Qué sabiduría para sostener al otro en su búsqueda, en sus virguerías y cuando yerra. Cómo seguirle con la mirada y proyectar el cuerpo hacia el otro, cuidarle, recogerle, hacer un hechizo de protección, qué sé yo. Qué forma de estar ahí para los demás. Por eso tiene tanto sentido que Sevilla rinda honores así a quien ha fomentado esa forma de hacer, a uno de los soberanos de la artillería flamenca contemporánea.
Jóvenes, mayores, coetáneos, extranjeros, hippies y cayetanxs nos juntamos el jueves en una noche de aquéllas en las que se celebra la dicha de estar, donde la vida se hace ritual compartido. Pese al bullicio, cada gesto cuenta. El público espera, se apagan las luces y dentro, en el camerino, Bobote se santigua mirando al horizonte. No sé ustedes, pero aquí muero yo.
Fotografías & vídeo Tamara Pastora































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