Desde que llegó esta pandemia y la enfermedad, el miedo y la crisis -mejor en plural- monopolizaron nuestras conversaciones, nuestras preocupaciones y nuestras vidas, nos hemos acostumbrado a recibir malas noticias y hemos ido asumiendo que nada volverá a ser como antes.
En esta desescalada, física y emocional, hemos aceptado con impotencia, tristeza y rabia, pero también con una resignación irreconocible, las cancelaciones de eventos jondos claves en el calendario estival como la Reunión de Cante Jondo de La Puebla de Cazalla, El Gururú de Arahal, el Festival de la Guitarra de Córdoba, su Noche Blanca del Flamenco, o el Potaje Gitano de Utrera, entre otras tantas. Hemos admitido las versiones edulcoradas de encuentros como el Festival de las Minas de La Unión y hasta hemos soportado prudentemente el silencio que todavía hoy, en pleno mes de junio y con países vecinos abriendo fronteras, mantienen otras citas como el Festival Flamenco On Fire de Pamplona o la Bienal de Sevilla, que sigue sin decir ni pío sobre la programación o las fórmulas concretas que plantean.
De hecho, si uno googlea ‘flamenco’ estos días lo que se encuentra es la desgracia (como el cierre del emblemático Casa Patas) frente a algunas formas de resistencia de propuestas digitales o novedades de artistas que parecen querer gritar que por ellos no quede.
En cualquier caso, por mucho que este arte esté acostumbrado a la supervivencia, lo cierto es que el escenario jondo que se nos plantea este año es desolador para los aficionados porque nos quedamos huérfanos de compás, para los artistas porque se quedan sin ingresos y sin expectativas, y para el mundo porque les estamos trasladando el peligroso mensaje de que la cultura es prescindible.
Evidentemente nadie cuestiona la anulación de los eventos más inminentes y se respeta el atraso en el anuncio de los carteles por la situación de incertidumbre. Pero, me temo, y recojo aquí la reflexión que dejaba hace unos días en sus redes sociales el manager y programador jondo Rufo Reverte, que detrás de muchas de estas suspensiones hay dejadez, inoperancia y desinterés. Es decir, borrar de la agenda citas jondas porque la nueva normalidad exige pensar en un plan alternativo, las nuevas exigencias nos obligan a salir de nuestra zona de confort y asumir un esfuerzo extra y plantear otras fórmulas significa reformular los proyectos es inadmisible. Y si lo que impide reaccionar es la burocracia, como me consta que ocurre, peor me lo ponen.
Lo siento, pero me indigna que tenga que pasar esto para que seamos conscientes de que la programación, gestión, coordinación y comunicación de los eventos exige un equipo de profesionales. Y me duele comprobar la poca consideración de los responsables políticos hacia el arte en general, y al flamenco en particular, y la poca capacidad que muestran las instituciones públicas para afrontar las crisis con sensatez y prudencia, sí, pero también con valentía y creatividad.
Por supuesto, lo primero que hace falta es el dinero y que lleguen las ayudas económicas a un sector tocado ya desde antes de la Covid19 y que ahora, sin turismo y con meses de puertas cerradas, languidece. Miren sino el Plan de Impacto para la Cultura, anunciado por la consejera de la Junta de Andalucía, Patricia del Pozo, en el que se anuncian subvenciones al tejido profesional (línea de producción), asociativo (peñas) y festivales de mediano y pequeño formato, así como ayudas a la creación y los espacios –por cancelación de programas y para la adaptación a las nuevas condiciones sanitarias–, en el mismo párrafo en el que se promete “el pago de las ayudas pendientes del periodo 2014-2019”. Y tan a gusto.
Por eso, más allá de lo económico, lo que exigimos es compromiso. Ese pacto que sólo firman quienes asumen su papel en el mundo con lealtad, entrega y pasión. Ojalá
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