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MORENTE ADRIÁ
Al cante: Enrique Morente, a la guitarra Manuel Parrilla, palmas
y voces Antonio Carbonell, angel Gabarre y Pepe Luis Carmona.
Texto: Manuel Moraga
Con Morente casi nunca se sabe lo que puede pasar. Su sabiduría,
y su manera de aplicarla a sus posibilidades y su profesionalidad
le avalan y aseguran siempre un buen resultado. La duda estriba
en su capacidad de sorprender. La clave es la creatividad.
El mundo del flamenco es sumamente estrecho para unos y lleno de
amplias posibilidades para otros. Morente es de los segundos y así,
donde otros ven una meta, el granaíno adivina una parrilla
de salida. Esa, más o menos, es la base de la creatividad.
Comenzó el recital como se suele acabar: por bulerías.
Lo terminó (la parte oficial) con lo que la costumbre habría
aconsejado como inicio: por martinetes y tonás. La puesta
en escena estaba orientada a subrayar el modo vivencial del flamenco.
Las bulerías iniciales iban sin guitarra y Morente y su formación
estaban de pie haciendo un corro en el que el turno de cante rotaba,
como suele (o solía) ocurrir en una esquina o una taberna
de un barrio flamenco. Con la tanda de tonás finales ocurría
otro tanto: sobre un tono vocal de fondo, el turno pasaba de un
cantaor a otro. Sobre el escenario, además de las sillas
de rigor, una mesas para hacer compás con los nudillos, redundando
en esa misma idea vivencial.
Tras el arranque de efecto, que consigue crear un clima de buen
rollo en el respetable, Morente aborda la caña y, seguidamente,
el mirabrás. Son los dos estilos con los que, en los últimos
tiempos, le gusta entonarse y con los que, de alguna forma, se mide.
Con el mirabrás va metiendo sus pinceladas y se va sintiendo
cómodo. Pasa a la soleá con un hermoso despliegue
de estilos resueltos con solvencia y logrando algunos momentos interesantes.
Una de las debilidades de Morente son los estilos de levante. Aquí
nos planteó un emocionante recorrido que comenzó por
taranta, que terminó por cartagenera y que, por el camino,
fue encontrándose con diferentes formas afines como los fandangos
de Lucena o la malagueña de la Trini. Morente propuso un
hilo conductor basado en el juego rítmico, marcando sutilmente
los estilos más libres y difuminando el compás en
los más rítmicos. El resultado fue de gran belleza.
Belleza
que fue creciendo en las alegrías y en la siguiriya, donde
Morente se sintió muy bien y alcanzó la cota más
alta de la noche. Cabales, tangos, bulerías, martinetes y
tonás (interpretados de forma coral) y, por último
una preciosa composición por bulería con letra de
Nicolás Guillén que Morente destacó como un
canto a la interculturalidad. Un recital extenso que no es sino
una pequeña muestra de la sabiduría cantaora del granaíno.
Sabiduría impregnada de creatividad. Primero por la propia
naturaleza inquieta del artista. Segundo, porque sus recursos físicos
ya no son los que eran (el tiempo pasa para todos, es ley de vida)
y tiene que encontrar fórmulas que le permitan sortear las
dificultades de los cantes que aborda. En Morente no encontramos
ya tanto pellizco como belleza de conjunto. Su obra posee una gran
elaboración intelectual basada en el análisis formal
y en la exploración. Y para esa indagación de alternativas,
cualquier elemento se convierte en materia expresiva: desde la textura
de voz a los diferentes sonidos de las palmas, pasando por los planteamientos
corales o por sus juegos rítmicos.
Hoy, a Ferrán Adriá se le puede encargar un cocido
y seguro que sale bien, pero su fortaleza radica en la posibilidad
de crear, por ejemplo, gelatina que aguante su consistencia con
el calor. A Morente, hay que medirle hoy por su capacidad de crear
archivos nuevos. Y la creatividad es el reto más difícil
del arte.
Fotos: Rafael Manjavacas
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