El flamenco real, la Sevilla inédita y la mierda del Covid

Baile: Luisa Palicio y Alberto Sellés. Guitarra: Jesús Rodríguez. Cante: Vicente Gelo. Ciclo: Flamenco bajo las estrellas de la Fundación Cristina Heeren. Lugar: Jardines del Hotel Alfonso XIII. Fecha: Jueves 20 de agosto. Aforo: Lleno

20 de agosto de 2020. Temperatura de 20 grados. Recorriendo el centro de Sevilla hasta el Hotel Alfonso XIII, que acoge este verano el ciclo ‘Flamenco bajo las estrellas’ organizado por la Fundación Cristina Heeren, apenas nos cruzamos con algún turista capturando una inédita imagen de la solitaria Catedral desde la avenida de la Constitución casi vacía. Unos metros más adelante, los cocheros nos invitan a dar un paseo, sin mucho entusiasmo, como si algo en nuestros ojos delatara el origen. Igual nos pasa después con las vendedoras de romero, que mientras nos ofrecen la matita para la buena suerte intuyen al instante que invocamos la buenaventura en el mismo idioma. Como escribía Cernuda, disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.

Así, llegamos al emblemático y bellísimo edificio celebrando que, al menos, entre toda esta mierda del virus se lleven a cabo iniciativas como ésta que nos permitan conectar con el arte y sentir que estamos vivos para algo. Recordarnos, a nosotros mismos y a los visitantes que llenaron el aforo reducido de este entorno mágico, que aquí, en el flamenco, está nuestra identidad, lo que somos y lo que aspiramos a seguir siendo, si el COVID nos deja en paz.

Por eso, a pesar de las mascarillas y de la extrañeza, nos alegramos deliberadamente de que la bata de cola de Luisa Palicio despeinara a una de las guiris que se sentaba en primera fila, de que el público pudiera ver cómo le caía a Alberto Sellés una gota de sudor por sus caracoles, de que percibieran la fatiga de Jesús Rodríguez para afinar su recién estrenada guitarra, de que notaran cómo se afanaba Vicente Gelo por darle calidez a su voz en las guajiras.

En definitiva, el éxito de esta noche o de las que sigan, no sólo está en el talento indiscutible de los artistas del cartel -en la elegancia de la Palicio, el poderío de Sellés, la dulzura de Gelo o la firmeza de Rodríguez- sino en la verdad a la que nos acerca el arte. En la confraternidad que surgió entre ellos y en la comunión que se produce con los espectadores. En darnos cuenta que si esto lo perdemos, seremos peores o, al menos, más desgraciados.

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