María Moreno tiene un qué

María Moreno

María Moreno

La bailaora gaditana estrena en la Bienal de Sevilla, ‘De la Concepción’, una obra que ha contado con dirección escénica y musical de Eva Yerbabuena y Andrés Marín.

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Silvia Cruz Lapeña

Especial – La Bienal de Flamenco – toda la información

María Moreno tiene un qué. Es algo especial, un destello. Se le nota cuando habla: poco, prudente, parca y contrasta con el modo en el que muta cuando baila lo que es. Lo hizo anoche pero lo hizo poco, sobre todo en la soleá, sobrecogedora, brutal, muy firme.

El espectáculo se titulaba “De la Concepción”  cuyo programa de mano decía: “Mi padre quiso ser torero en el albero y acabó siendo marinero en el agua. Todas las ecografías decían que yo iba a ser un niño y nací siendo una niña”. Parecía que iba a hablar de la distancia que hay entre la vida anticipada y la vida que finalmente es, pero a ratos no se entendió la narración propuesta por Andrés Marín y Eva Yerbabuena, responsables de la dramaturgia, la dirección escénica, el guion y la dirección musical del segundo show en solitario de la bailaora gaditana.

La obra empezó en negro, con caras iluminadas en medio de la oscuridad, y unos chirridos que parecían banda  sonora de alguna cinta de Hitchcock. En todo eso se vio mucho la mano de los maestros y poco la de María. Es normal querer que tus mentores te arropen en el trance de parir una obra que se estrena en la Bienal, pero hay cosas que sólo se conciben en primera persona.

Por eso resultó tan raro oír la voz en off de Lole Montoya hablando de una etapa vital, la de las arrugas, que la protagonista de la obra aún ni barrunta. A esa extrañeza contribuyó el hecho de que la narradora no hiciera un uso adecuado de las pausas al leer, dando como resultado un texto entrecortado que por momentos fue complicado descifrar.

También en su primera obra Moreno habló de algo personal, la muerte de su padre, pero en aquella ocasión se atrevió sola y en conjunto, brilló más. Se titulaba  “Alas de recuerdo” y se bastó tan bien que en 2017 le valió el Premio de Artista Revelación en el Festival de Jerez.

Una soleá magnífica

En la Bienal de Sevilla, la gaditana tardó más de media hora en ponerse a bailar en serio, lo que creó la sensación de que estaba siendo más actriz que bailaora. No es incompatible, de hecho es deseable que ambas facetas convivan, pero pesó más el gesto facial que el movimiento corporal y la gente había ido a ver baile flamenco.

La prueba la tuvimos al escuchar la reacción del público cuando salió Enrique el Extremeño por soleá y María arrancó a bailar olvidando las marcas en el suelo, las palabras, las luces, todo, y se despeinó y se sacudió todo victimismo para volverse volcán. Qué fuerza en esos pasos, tan cortos y tan contundentes;  qué gesto tan natural y a la vez tan poderoso; qué arte hay que tener para que esa flexibilidad que gasta en espalda y en cintura resulte artística y no deportiva; qué chispa en los ojos, en los hombros, en las puntas de los dedos. Esa era la María que todos querían ver, la que es capaz de contar su vida y contarla bien. Esa es la que aplaudieron a rabiar los espectadores del Teatro Central, que todo sea dicho estaba lleno de compañeros de profesión, que quizás la ovacionaran generosamente por la soleá y la cantina final más que por la obra en su conjunto.

El remate fue un acierto. Lo fue porque  María, desprendida ya de tanta oscuridad y tanto drama, volvió el flamenco motor de vida, no sólo paño de lágrimas.  “Baila, baila, baila”, le gritaba El Extremeño convirtiéndose en la voz de toda la grada, que la seguía hipnotizada con los telones ya alzados, con la tramoya al aire, mientras ella seguía en movimiento, como si nos dijera que el artista no deja de serlo cuando el show  termina.

La obra no fue redonda, pero la sensación fue reconfortante. No tanto por la historia, ni por la narración. Lo fue por María, que es evidente que tiene un qué y a la que queremos ver de nuevo encargándose del cómo.

 


Fotografías: Oscar Romero / La Bienal

 

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