La delicada geometría de José Manuel Álvarez en ‘Captura y fuga’

José Manuel Álvarez "Captura y fuga" - MIradas FlamenKas

José Manuel Álvarez "Captura y fuga" - MIradas FlamenKas

Un homenaje luminoso y fragmentado al fotógrafo René Robert, donde la danza se vuelve imagen y la emoción parece siempre escapar del encuadre

Hay obras que nacen como un susurro dirigido a quienes estuvieron antes, a los maestros cuyos gestos permanecen suspendidos en la memoria colectiva. Captura y fuga, la última creación del bailaor y coreógrafo José Manuel Álvarez (Sevilla, 1985), pertenece a ese grupo: es una ofrenda, un gesto de gratitud, un intento de dialogar con la mirada de un hombre que dedicó medio siglo a observar el arte jondo desde detrás de la cámara. Ese hombre fue René Robert, el fotógrafo suizo afincado en París, silencioso y respetuoso, que dejó para la historia imágenes de figuras como Camarón, Paco de Lucía o Manuela Carrasco. Su vida terminó en 2022 de forma absurda y estremecedora, víctima de la indiferencia urbana, tras desplomarse en una calle transitada y permanecer horas en el frío. Ese final -tan injusto como simbólico para alguien que había dedicado su vida a hacer visibles a otros- late discretamente en la obra, aunque nunca se mencione.

El espectáculo comienza entre penumbras. Dos telones verticales blancos caen desde lo alto como si fueran páginas de un libro aún por leer. El de la derecha respira tonalidades rojizas filtradas que tiñen el aire de un misterio leve. Álvarez, vestido con un traje plisado también blanco, se desliza entre estas superficies con la serenidad de quien no pretende correr detrás de la emoción, sino esperar a que esta se pose. Hay un juego de luces y sombras que recuerda al cuarto oscuro del fotógrafo: un espacio donde la imagen está por revelarse, donde todo es aún posible.

Álvarez sabe de búsquedas. Residente en Barcelona, lleva años trenzando una carrera que lo ha llevado por festivales y teatros de medio mundo -de la Villette parisina al Strehler de Milán, de Jerez a Marsella-, colaborando como intérprete con figuras como Ana Morales o Marco Flores, coreografiando para Rosalía o para el bailarín Sergio Bernal, y compartiendo su visión en cursos en Viena, Gotemburgo o el Institut del Teatre. Hoy, además de codirigir el Festival Ciutat Flamenco, dirige espacios formativos y crea piezas que exploran el gesto con una paciencia casi de orfebre. Esa vocación por el detalle se refleja en Captura y fuga, aunque a veces el hilo que cose la obra parezca soltarse entre las propias manos del artista.

La voz de Robert -en francés, pausada, íntima- llega pronto. “La fotografía captura un instante que no volverá jamás”, dice. Y uno entiende que Álvarez quiere hacer lo mismo: retener instantes del baile antes de que se disuelvan, congelar líneas de brazos y manos como si fueran el negativo de un movimiento ya ido. Su baile, por ello, no tiene un amplio desarrollo; es un dibujo lento, limpio, con el acento en la colocación. Con los brazos traza figuras que evocan a los maestros -a Antonio Gades, a María Pagés, a Israel Galván, a Eva Yerbabuena, a Andrés Marín-, cuyas imágenes aparecen proyectadas al fondo. A veces acompaña sus poses. A veces se distancia y baila libre. Pero casi siempre parece estar dialogando con un álbum de recuerdos ajenos que intenta hacer propios.

Sucesión de fragmentos

La estructura de la obra, sin embargo, se presenta como una sucesión de fragmentos que no terminan de hilvanarse. Más que una narrativa, hay una constelación de momentos: poses sostenidas, líneas que se estiran, manos que se abren como pétalos o como lentes. La música grabada alterna cantes antiguos -cortados y pegados sin una secuencia lógica- con motivos electrónicos que manipulan el pulso de las palmas, acelerándolas o ralentizándolas según convenga al movimiento. El volumen, por momentos, es casi agresivo, una presencia que invade más que acompaña. En un teatro de trescientas butacas, tres cuartos de aforo llenos, se siente como un oleaje que lo ubre todo.

A medida que avanza la obra, Álvarez va desprendiéndose de su traje: del plisado inicial surgen piezas que cobran vida escénica propia, como unos bombachos de tul que utiliza para insinuar la cadera abierta y el baile de mujer por bulerías. Es un recurso juguetón, que roza lo performativo sin llegar a lo irónico. Casi al final aparece con un conjunto de corte similar, entre corpiño y pantalón amplio, impreso con fotografías de Robert: como si el cuerpo del bailaor se transformara en su propio archivo visual.

Las proyecciones continúan desgranándose, y la escena se convierte en una especie de laboratorio donde cada gesto se examina como quien sopesa la textura de la luz. Se percibe la intención de honrar a los bailaores que le precedieron, pero también el deseo de experimentar con la idea de la captura, de la pose como revelación. En ese juego, sin embargo, el baile se enfría. Álvarez no se abandona al impulso; más bien lo administra. Hay zapateados breves, el cuerpo se recoge, se ordena. Y una se queda esperando el destello que quiebre la distancia, que rompa el encuadre.

Ese destello parece insinuarse en la soleá final, donde por fin se despliega un baile más completo, más respirado. No llega a ser un punto de máxima emoción -la obra tampoco lo pretende-, pero ofrece una sensación de anclaje después de tanta fuga. Ahí, por unos instantes, la técnica precisa de Álvarez se deja atravesar por un temblor más humano, más poroso. Y aunque no rompe del todo la atmósfera conceptual, sí le da un cierre que equilibra la frialdad anterior. La obra pide paciencia, pide contemplación, pide aceptar que no todo será revelado.

Quizás por eso, al salir del teatro, se piensa en Robert: en su forma de escuchar con los ojos, en su respeto por el silencio, en su capacidad para atrapar la emoción de quienes -según él mismo dice en el audio que se escucha en el patio de butacas- no siempre cuidaban su aspecto (¡ay! ¡Esa visión romantizante y exotizante europea sobre el flamenco, qué útil le ha sido a veces!). Álvarez recoge esa mirada, intenta prolongarla, reconstruirla desde el gesto.

Porque quizá eso sea Captura y fuga: un intento de sostener un instante sabiendo que, inevitablemente, se escapará. Una imagen que, al desvanecerse, nos recuerda que el flamenco —como la vida misma— sólo se puede vivir en movimiento. Y que a veces, incluso en la frialdad, late una forma de belleza que espera ser vista.

Fotografía & vídeo: @Manjavacas.flamenco

 
 

FICHA ARTÍSTICA

‘Captura y fuga’, José Manuel Álvarez

Estreno en Madrid | Festival Miradas Flamenkas
Domingo 30 de noviembre | Centro Cultural Pilar Miró

José Manuel Álvarez, dirección e interpretación
Marta Piñol, codirección
René Robert, archivo fotográfico
Fausto Morales y Beat Biela (Slide Media), contenidos visuales
Joaquín Collado, mirada externa
José Manuel Álvarez, Lucas Balbo, Carlos Cuenca y Josep Tutusaus, composición musical

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