No va a parar. La Piñona y una línea terca y luminosa

Lucía La Piñona - Festival de Jerez

Lucía La Piñona - Festival de Jerez

1 de Marzo de 2023Teatro Villamarta
Lucía Álvarez, ‘La Piñona’‘Insaciable’

Especial Festival de JerezFotografías

Cuando veo bailar a Lucía siempre pienso lo mismo. Uno, la potencia que vive en las curvas más vulnerables de todos los cuerpos, sean como sean. Acudir a ellas, resetearlas y aplaudir su brillo, sea el que sea. Dos, ser capaz de anticiparse a la capacidad de sorpresa del respetable, de tus compañeros, de ti misma. Y tres, pase lo que pase, bajar al cuerpo, generar estructura y darle voz espontánea y firme desde ahí; moverlo, hacerlo estremecer y estremecerte con otros, el disfrute compartido.

Esas pequeñas cosas que ni son diminutas ni son cosas fueron, a mi entender, lo más importante que hizo anoche La Piñona en su puesta de largo en un llenísimo Teatro Villamarta. Porque entiendo a quien amó Abril, a quien soñó con sus brazos durante días cuando la vio bailar para Armani. O quien sintió regocijo al mirarla rebuscarse con su sombrero y su escorzo en Emovere. Puedo comprender que para algunas personas Insaciable, anoche en Jerez, no calara tan hondo. Lo comprendo, pero mi sistema nervioso sí sintonizó con ella.

No es que una se las quiera dar de lista, pero es cierto que la última propuesta de la jimenata no es muy evidente o no conecta, a ratos, de forma tan directa con la emoción como en apuestas anteriores. O, dicho de otro modo, que lo sutil que hace de Insaciable un paso necesario para apuntalar un lenguaje propio reside, a mi entender, en la nutrición de unas raíces menos proclives al aplauso. Algunos fallos técnicos menguaron el despegue, a ratos parecía que costaba tirar del carro, pero cuando la tierra está tan labrada, el fruto siempre sabe.

Para empezar, lo de siempre: que trabajar la sabiduría para elegir de quiénes te rodeas, delegar y confiar de verdad y saber dar espacio al hacer ajeno es un truco de magia de primer curso de sentido común que hace que todo el mundo tenga ganas de hacer mejor lo suyo. Lucía brilla, está claro, y baila con todo su cuerpo -con el codo y la escápula, la corva y las lumbares-, pero el ensamblaje que garantiza su constante resplandor es lo que convierte un recital en una obra. Y todo merece respeto, por supuesto, pero quizá esté bien distinguir.

Todos los elementos seleccionados reman a favor de una propuesta estrenada en la última Bienal y que resulta fresquísima y equilibrada. A ratos solemne, a ratos cachonda, a ratos desenfadada. Lucía se lo permite todo y además te lo dice a la cara: no voy a parar, no puedo parar, no pienso parar. Para mí, esta obra traza una línea luminosa en la trayectoria de La Piño: a mí me parece que baila más libre que nunca y, te guste o no, sentir cuándo alguien hace desde ahí te obliga a creer, a agradecer, a amar mejor.

Como le dijo una vez Concha Buika a un periodista dominicano, he venido a vivirlo todo, no me quiero perder nada. A esa máxima parece acogerse la idea, a vivirlo todo, a darle espacio a lo que haya: al silencio, a la rave, a la pausa, al fetiche y al orgasmo, al paso a dos; a tener el poder, a cederlo, a perderlo. A sentir vergüenza, a no sentirla para nada, a ser voyeur. A exigir respeto, a reírse de una misma; a querer mirarse por dentro, a detenerse y compartir el proceso. A cegarse con la luz, a necesitar oscuridad. Lo quiere todo no desde esa necesidad caótica y adolescente, sino desde una madurez expresiva que pide quedarse en sí con lo que quiera que haya, por más desagradable o incómodo que sea.

Para ejecutar la traslación del querer vivirlo todo a un escenario con flamenquísimas maneras hace falta mucho paladar. No quisiera referir aquí la larga lista de la ficha técnica, pero no puedo no mencionar la magia creada por la muy desconocida para el público Olga García (AAI) y sus luces; un vestuario de Belén de la Quintana sencillo y ciertamente efectivo, colorista, acompañador. Al cante un triángulo variopinto (El Mati, Pechuguita y Jesús Corbacho) que sostuvo sin un pero lo que necesitaba cada bucle: un unísono delicioso a tres y cada uno con su cosita especial, aparte de sus impecables cantes en solitario. El Mati con su mesa de mezclas, Pechu con una pataíta graciosísima y Corbacho dulce como si fuera de Medina. La guitarra de Ramón Amador fue el verdadero hilo conductor que guiaba esa línea terca y luminosa donde Lucía insistía acompañada por el portentoso Jonatan Miró. Y todo esto, claro, desde la mirada privilegiada y con rayos X de Rafael Estévez y Valeriano Paños que resulta no sólo sello de garantía en el resultado final sino (y, desde luego, mucho más importante) sentir que cumplen con la promesa de que su compañía es un auténtico viaje.

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