Homenaje a Enrique de Melchor

Texto: Pablo San Nicasio
Fotos: Rafael Manjavacas

Teatro de la Zarzuela 3-12-2012

Cante: María Toledo, Gabriel de la Tomasa, José Menese, José Mercé, Carmen Linares, Vicente Soto “Sordera”. Guitarras: Javier Conde-José Antonio Conde, Paco Cortés, Pedro Sierra, Antonio Higuero, Gerardo Núñez, Antonio Carrión, Jesús de Rosario,  Percusiones: Lucky Losada, Cepillo, Manolillo Soto. Vientos: Juan Parrilla y Jorge Pardo. Palmas: Carmen y Marta Heredia, Enrique Pantoja.

TENÍAMOS QUE ESTAR ALLÍ

El flamenco es un arte de bastante desigual respuesta con sus difuntos. Cuando están de cuerpo presente se suele regodear en sus odas y elegías, incluso con fruición. Toda plañidera es poca para decir lo grande que era este o el otro. Pero cuando se trata de estar, de salir al escenario, en frío, tiempo después, de poner imagen y trabajo al servicio de la causa la cosa se complica. Quizá por eso el flamenco sea un arte tan nuestro. Español, se entiende.

Los hay, y siempre los habrá, que ganan por goleada. Generosos hasta el extremo, a veces sin necesidad. Los hay, y tristemente los seguirá habiendo, que se ausentan por norma mientras la afición y los medios harán mutis por el foro.

Enrique de Melchor se nos fue hace casi un año y, aunque ha habido tiempo para cuadrar fechas y agendas, algunos de sus compañeros de generación se siguen olvidando de facto de lo que fue un guitarrista de estirpe y categoría como habrá pocos. Ya pasó con Morao y ahora con Enrique. La que pierde al final es la guitarra, porque no se reconoce como debiera a un honesto embajador de la causa tocaora. Créanme que no será la última.

La familia flamenca, y la de la guitarra en particular, debió ser más unánime, más voluntarista y no tan circunstancial a la llamada de este o aquel promotor que, esta vez sí, buscaba la ayuda para bolsillos ajenos. Se nos van y lo vamos viendo. Se dirá que están en nuestros corazones, pero además tendría que parecerlo. Agradecer “motu proprio” debiera ser deporte más habitual.

Porque eran todos los que estaban pero no estaban todos los que eran.

Aún así el maratón flamenco nos llevó casi tres horas y media por derroteros interesantes. Enrique de Melchor no dejó más que amigos y había baraja. Y el público también respondió, con multitud de aficionados y profesionales que sabían a lo que iban. A homenajear y, de paso darse ellos un masaje sonoro, que falta hace.

La primera parte se caracterizó porque los jóvenes, la mayoría sin haber tenido demasiado trato con el sevillano, dieron la cara. En lo poco que se les daba para demostrarlo, se vieron cosas.

A Javier Conde se le acusa de no componer. Seguramente, pero interpretar lo hace como nadie. Con la edad que tiene y ya lleva algunos años recorridos en los escenarios del Mundo añadidos a una formación bastante solvente en música. Si no compone será porque hay otros caminos, por cierto, no tan trillados en la guitarra flamenca. Y su soleá, añeja, tuvo peso. Y la rondeña “La Cueva del Gato” de Paco de Lucía, el metrónomo por las nubes. Aún así lo clavó y le dio tiempo a frasear sin problema.

María Toledo agitanó y afilló su refinada voz natural por soleá y por alegrías, a la par que Gabriel de la Tomasa tomó el relevo de su padre para merodear por malagueña y fandangos. Merodear hasta que nos despertó vocalizando sin micro demostrando unas condiciones vocales sorprendentes. Súbita y agradable sorpresa al final de su presencia.

La noche llegó a su cima guitarrística justo después. Un enorme y admirado tocaor se coronó como la mejor sonanta de una noche de peso. Y eso que no estaba ni en el cartel. Pedro Sierra firmó dos obras maestras por concepto, avances, técnica y fuerza. Una modulante farruca y una rondeña (el palo más citado de la noche) de cumbre total. Lo que nos estamos perdiendo con tan pocos conciertos de guitarra.

José Mercé cerró antes del descanso “a pesar del resfriado. Estoy aquí porque tenía que estar, aunque me estuviera muriendo”. De agradecer. Soleá de más a menos con un interesante cambio a fandangos por soleá. Fin por bulerías sin muchas apreturas. Sería el catarro.

Abrió el intermedio con unas sentidas palabras de Paco de Lucía proyectadas a través de una cámara desde la lejanía y arrancó la cercanía por colleras flautistas de Juan Parrilla y Jorge Pardo. Flamenquísimos ambos en la soleá y taranta solitarias para finalizar de forma apoteósica con la “Danza de los Gitanos”. Obra de un Enrique de Melchor que, al igual que el genio de Algeciras, fue pionero en introducir el viento en su grupo.

El estratosférico Gerardo Núñez se paseó “Por el Arco”, fantasía por rondeña y bulerías que así pasen los años y las distonías deja boquiabierto al más pintado. Lo dicho, tres muestras de concertismo a la guitarra, en total una media hora. Se nos antoja poca representación para quien dio una vuelta de tuerca al asunto. Porque Enrique no sólo acompañaba.

Ya íbamos mal de tiempo. Así que sólo pudimos ver por cabales a un incombustible Menese y por tientos y cantiñas a Carmen Linares.

Estupenda de principio a fin, sin fatigas de voz y con el acelerador puesto desde que hizo el paseo.

Cerró Vicente Soto, enorme en las tonás, por la fuerza y la sinceridad de unas letras adaptadas a la causa. Y muy redondo y medido por bulerías. En vez de echar diez minutos de letras y hacer apología de las páginas amarillas jerezanas, lo dio todo y se mostró pletórico en cinco. Y mucho mejor así.

Sólo nos queda esperar que la masiva respuesta de público se traduzca en un equivalente empujón a la viuda del maestro sevillano. Que teniendo en cuenta los impuestos rampantes no es poca cosa. Desde arriba seguro que disfrutó con sus amigos y, de paso, se quitó la espinita que le dejó su Atleti dos días antes.

 

 

 

 


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