Un cuento libre para fechas señalaítas

Zambomba Flamencas de Jerez

Zambomba Flamencas de Jerez

Zambombas de Jerez vol. II

Galería fotográfica Zambombas de Jerez vol. II del ambiente vivido en las Zambombas de Jerez de estas navidades 2018 por Tamara Marbán Gil. 

Galería fotográfica Zambombas de Jerez vol. I

Pudiera este texto antojársele a cualquiera un dislate al hablar de la zambomba jerezana y reivindicar la magnanimidad de estas fechas tan señalaítas sin ser yo cofrade de esa hermandad. Pero es que, además, me van ustedes a permitir no hablar del elenco como se suele ni confeccionar una lista del repertorio por el que se pasea el artisteo estos días. Para qué, si ustedes se saben ya muy bien las letras de Parrilla, Gallardo y Terremoto. Hoy sólo traje destellos de lo vivido estos días. Los colecciono.

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Estaba anunciado en el cartel, pero no por eso impresionó menos su aparición. Sobre un esmerado fondo azul, asoma el cantaor Luis Moneo y, colocándose detrás de la guitarra de su hijo Juan Manuel, arranca con los Campanilleros de Manuel Torre. Daba igual la letra o la tonalidad: la voz misma de Luis, surcada por las pérdidas y, supongo yo, por el sendero curvo de la vida misma, pero también por la paz contradictoria de sentirse en una madurez cantaora satisfactoria, nominaba cuanto de ello pueda decirse. La emoción contenida de su hijo al terminar, que apretó la boca como cada vez que lo escolta, confirmaba mi conjetura. El destello me atravesó, me sentí aturdida. Tragué saliva con dificultad.

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Me asomé sobre el seto porque parecía que había juerga. Otra. En un bar cerca de la Estancia Barrera, se acometía una zambomba. Vi lo que ustedes ya imaginan, el bar de bote en bote, bien surtido de comida, bebida y energía. Pero me tuve que fijar en ella: una señora que, apoyada desde fuera en la cristalera, observaba afligida la escena.

-¿Usted no baila?- le digo.
-Cuando una tiene penas no quiere ni bailar ni cantar-. Me mira desde la punta del pelo hasta los pies, como si una oleada de derrota la agujereara.
-Entonces, ¿es mentira eso de que cantar y bailar quita las penas?
-Sí. Es como quien, de la pena, no quiere comer. Y punto y se acabó.

Diez minutos después de haberme despedido de ella, se forma un corrillo afuera del bar. Bailan todas: una detrás de otra mientras se turnan al cantar letras más o menos navideñas. Una mujer mucho mayor que la de la cristalera irrumpe, coja, en el corro; avienta la muleta y, manteniendo con soberbia el equilibrio, concluye la cuadratura del círculo con un remate por bulerías.

Me hubiera encantado compartir anís con las dos en ese mismo lugar, verlas conversar, saber qué se dirían desde sus veredas respectivas y tomar apuntes. Escalofrío. De nuevo el destello, esa luz que se parecía tanto a aquella primera.

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De un bar a otro, esta vez en Santiago. Un nutrido grupo de mujeres (al menos veinte) se ha adueñado de un rincón del tabanco. Llevan desde las cinco de la tarde reunidas; la hora del café termina tan pronto que ya los refrescos y las copas largas pueblan la mesa. Figura por allí Tomatito, el guitarrista almeriense, pero aquí adentro la atención está en otro lugar. Mandan ellas. No tenemos jartura, se dicen entre sí, entre risas y cante y colores de sus ropas, arsa y toma, arsa y toma.

No importa cuántas veces salga del bar y regrese a él: siempre están con las manos activas, una cantando (por Navidad o no) y otra le sale al paso con un braceo rumboso o solemne; las demás arriman el hombro con sus gargantas a fuego y se multiplican los decibelios. Se acompañan, se complementan, se medio enfurruñan por ver quién se arranca esta vez; luego danzan de a dos y después, de a tres. Algunas son hermanas, tías, amigas de amigas, vecinas, compañeras de trabajo. Se abrazan, beben, se emocionan. Esta noche mandan ellas, mañana manden quienes quieran.

Cuando llego la segunda vez ya no se puede dar un paso dentro del local. Multitud de caras curiosas se agolpan en la puerta. Se suman al público improvisado dos señoras (gitanas de Toledo, sabré después) y allegados, que animan el cotarro con arrebato palmero. Las tipas chanelan. Poca broma. Uno de sus parientes me mira, adivinando mi procedencia norteña y me suelta, divertido: peor lo tengo yo, que soy de Albacete; más saborío no lo hay. Esto de aquí sí que es vida. Lejos de debates estériles sobre organización territorial o corroborar o desmentir estereotipos insulsos, comprendí su mensaje. Ellas continuaban su celebración y nosotras (las toledanas y la oscense) confirmamos que elegimos bien el lugar de destino. El regocijo de verlas juntas es una epidemia dulce, que no inocua: lo sepan o no, el embrujo que desprenden nos alcanza a todas. Y ahí muero yo.

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Cargada de destellos y con el ánimo de atisbar algunas luces más sobre el asunto que nos convoca, interrogo a varias profesionales autóctonos sobre este acontecimiento al que se dedican con fruición todos los años desde finales de noviembre hasta Nochebuena. Si desplazamos la zambomba de su eje habitual es, (y no por eso menos valiosa como espectáculo) pura representación.

En sus respuestas encuentro lo hogareño como emblema: los pestiños y la berza, litros y litros de cafelito (colado con un calcetín), delantales, buchitos de anís, panderetas, la candela, zambomba, bailes caseros y lanzarse a cantar, en familia, quienes quizá no osarían abrir la boca el resto del año; que lleguen las hermanas y los hermanos y las amistades y la vecindad y que el amanecer nos pille en faena. La zambomba es no ir a ningún sitio, es en casa, en el patio, en pijama, en bata de guatiné, sin que nadie tenga prisa, a gustito. Así la recuerdan y así la prefieren.

Por eso, saben que trasvasar la espontaneidad de un brindis, de una vueltecita, del llanto compartido, a un lugar ajeno, siempre es morir un poco. Y pasa pocas vece; resulta imprevisible, pero cuando ocurre, ole: el guión desaparece, la magia de lo doméstico resurge y se apropia del espacio y es como volver un poco a casa.

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Si los destellos con que tropecé están vinculados de algún modo a lo que nos referimos cuando hablamos de la Navidad, me apunto. Si, además, pudiéramos trasladarlos a cualquier otra época del año, fetén. Y si no, recuerden: peor lo tiene aquel señor de Albacete.

 

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