Sara Calero estrena en la Sala Verde de los Teatros del Canal su declaración más luminosa sobre la sororidad femenina
No hay nada más poderoso que un círculo de mujeres cantando. Se cantan para ellas mismas, para sus amigas. Se cantan y se bailan en común. Celebran la vida, pero también el sufrimiento. Celebran la sororidad y se lamen las heridas, unas a las otras. Sara Calero (Madrid, 1983) ha puesto el foco en ese encuentro sagrado, en esa relación que sostiene y sana. Las cuatro mujeres de Taberna Femme -ella misma junto a Carmen Moreno, bailaora almeriense con la que ha compartido escenario en El Corral de la Morería; Lucía Ruibal, hija de Javier Ruibal, titulada en coreografía flamenca y forjada entre compañías y el universo artístico familiar; y Ana Arroyo, que traduce en movimiento lo indecible- son Sara Calero, pero somos todas.
El viernes, la Sala Verde de los Teatros del Canal se transformó en templo. Seiscientas butacas repletas para recibir el nuevo espectáculo de Calero dentro de la programación de Suma Flamenca. Y qué aire fresco trae la madrileña. Qué sorprendente arranque, empezando por el final de la fiesta, cuando se caen las máscaras y queda la esencia. Suena I love rock and roll —aunque bien podría haber sido Girls just wanna have fun—, porque las chicas, aquí, lo que quieren es poder divertirse.
Sara Calero está en esta obra más libre que nunca. Más flamenca. Más luminosa y colorida (también lo es el vestuario de inspiración setentera). Después de haber reprimido durante mucho tiempo «una forma de ver la vida», como ella misma ha dicho en alguna entrevista, aquí se atreve a levantar la voz desde la danza española para abordar lo que muchas mujeres no se atreven a manifestar. Sin perder su esencia de bailarina de danza española forjada en el Ballet Nacional de España, aquí rompe el suelo mientras abre el pecho y se convierte en una giganta que saborea el baile como nunca le habíamos visto hacer. Baila poco, prefiere compartir escena, pero su taranta, tan personal y a la vez tan llena de referencias —esos brazos de Carmen Amaya—, sacia de flamencura. Hay chulería, hay descaro, hay libertad conquistada.
La obra es un canto a la alegría compartida y está atravesada por el humor y por las ganas de reír. Es impagable la versión reguetonera del tango-guajira La Catalina, con un Sergio el Colorao caracterizado de forma paródica. Del cantante de reguetón pasará después a ser un el romántico crooner de bolero y cantar el Bésame mucho. La fiesta se expande generosa, se demora en su propio goce, permitiéndonos habitar ese espacio de celebración, hasta que la rotunda soleá de Carmen Moreno nos convoca al centro con su gravedad necesaria.
La escenografía dialoga con el concepto: botellas verdes en el suelo, alineadas y agrupadas para dar forma al espacio, suspendidas también del techo como lámparas de una taberna íntima. Y en el centro, una mesa redonda que se transforma en diana. Allí quedan clavadas las cuatro mujeres, castigadas por serlo: las flechas atraviesan la garganta (no hables), el corazón (no sientas), la cabeza (¿una mujer que piensa?) y el vientre. Las mujeres siempre en la diana: se cuestiona nuestro cuerpo, se cuestionan nuestras decisiones, se nos esconde y nuestra voz es silenciada. El dedo acusador siempre nos apunta. Y todo esto lo baila Ana Arroyo para quien quiera entenderlo.
Las mil mujeres de la soleá
Se bromea sobre la intensidad emocional. ¡Ay!, esas amigas que nos rescatan de nosotras mismas: «que te vas a poner mala», le dicen a Arroyo. Pero Carmen Moreno comienza a cantar por fandangos y el tono cambia. Se marcha la ligereza pero se mantiene el círculo de mujeres, que se va oscureciendo y comienza a entrar a buscar el tuétano. El momento cumbre lo marca la soleá. Por fin hemos llegado al meollo. Moreno se crece, se hace gigante, se transforma en mil mujeres a la vez. El tiempo queda suspendido mientras eleva sus brazos como antesala de la violencia que se termina desatando: la lucha entre quien trata de retenerla y esa soleá desbocada, torrente desbordado que busca su camino hacia lo salvaje.
Y para rematar, nos clava en el pecho La mariposa blanca de Lole y Manuel. Ahí está el círculo de mujeres transformadas ya en suma sacerdotisas, en pura sabiduría, en máxima emoción.
Taberna Femme juega contra la perfección, aspira a la diversión, pero no pierde el sello que caracteriza a Calero: las líneas son perfectas, la sincronía lo es, la composición resulta impecable. No hay imperfección en la coreografía, solo una libertad elegida con precisión milimétrica. Junto a las cuatro bailaoras, Javier Conde bordó a la guitarra -de digitación perfecta, limpia y elegante- y Sergio el Colorao resolvió con maestría el difícil equilibrio entre la comicidad del personaje y la exigencia del cante.
Pero que nadie se engañe: aquí hemos venido a divertirnos, y hay que seguir reivindicando que las mujeres tienen derecho a divertirse, a gritar, a cantar y a hacerlo con las amigas. Aforo lleno, público entregado desde el arranque, en pie para despedir al elenco. El círculo se cierra, pero algo en nosotras ha quedado abierto para siempre.
Fotografías & vídeo: @Manjavacas.flamenco
Ficha artística
Taberna Femme, Sara Calero
Sala Verde, Teatros del Canal. Suma Flamenca
Baile: Sara Calero, Lucía Ruibal, Ana Arroyo y Carmen Moreno
Guitarra flamenca: Javier Conde
Cante: Sergio el colorao
Sara Calero, idea y dirección escénica
Ana Arroyo, Lucía Ruibal, Carmen Moreno y Sara Calero (con la colaboración de Carmen Angulo), coreografía, texto e interpretación
Sergio el colorao y Sara Calero, dirección musical
David Picazo, diseño de iluminación y coordinación técnica
Víctor Tomé, diseño de espacio sonoro e ingeniero de sonido
Ricardo Sánchez Cuerda, asesoría diseño escenografía
Óscar Muñoz (La Caverna del Érebo), realización escenografía
Fernando Calero, atrezzo
Magoncas, realización vestuario
Con la colaboración de la Comunidad de Madrid, el Instituto Andaluz del Flamenco y el Ayuntamiento de Madrid
