Un Quijote urbano y jondo para una Dulcinea poderosa

Andrés Marín - Quixote - Nimes

Andrés Marín - Quixote - Nimes

Texto:Silvia Cruz Lapeña

Fotos: Jean Louis Duzert

El bailaor sevillano presenta su interpretación del personaje cervantino en el Festival Flamenco de Nìmes.

Baile: Andrés Marín, Patricia Guerrero, Abel Harana
Bateria & percussiones – Daniel Suárez
Cante & bajo eléctrico: Rosario La Tremendita
Violonchelo: Sancho Almendral
Guitarra eléctrica: Jorge Rubiales Tiorba


 

Monopatín, cemento, travestismo y desnudez son sólo algunos de los muchos elementos que incorpora a su “Don Quixote” el bailaor Andrés Marín. La obra, que estrenó en noviembre en la Biennale d’Art Flamenco de París, es fruto de una residencia en el Teatro Chaillot y ha abierto el Festival de Nîmes 2018.

La propuesta no es una recreación de la novela de Miguel de Cervantes, sino una visión muy personal del hidalgo de La Mancha con la que el bailaor parece exorcizar demonios propios. “No soy”, reza un cartel sobre las tablas. “No soy caballero de nadie”, canta Rosario La Tremendita por martinete y en esa frase parece estar la clave de una obra que Marín bailó como en los últimos tiempos: con movimientos cortos y explotando su faceta interpretativa casi más que la dancística. 

Todo en la obra está llamado a impactar, también la escenografía creada por Laurent Berger, aunque hubo ideas que funcionaron mejor que otras. Por ejemplo, que este Quijote sea urbano es un logro. Para lograrlo, sobre el escenario no hay campos castellanos, ni molinos, ni posadas sino pistas de skate y pantallas que emiten anuncios sin cesar. A Rocinante lo sustituye un patín eléctrico y esa urbe en la que ocurre todo y nada es muy oscura, a ratos tanto que es imposible distinguir movimientos y detalles.

La Tremendita, de diez

Más que una novela de aventuras, la puesta en escena parece pensada para una tragedia, quizás una de Shakespeare, quizás Macbeth, pero en su versión japonesa. Porque sí, hay ratos, sobre todo al inicio, en que Marín recuerda al Toshiro Mifune que interpretó Trono de sangre, película de Akira Kurasawa, y es delicioso. En esos movimientos breves, casi de marioneta, medidos al milímetro y elocuentes es donde Marín concentra todo lo que ya sabe y conoce y por eso cada gesto parece encerrar un mundo. 

Ese toque shakesperiano se aprecia también en el papel de La Tremendita, que ejerce de maga que todo lo invoca y que es, sin duda, uno de los grandes aciertos de la obra. La trianera no sólo toca el bajo, danza y guía a los compañeros, sino que canta tumbada sobre un monopatín sin perder una nota. Está de matrícula: por la voz y por la presencia, absolutamente poderosa durante las dos horas de espectáculo.

La música es otro punto fuerte. Chelo, thiorba y guitarra eléctrica ponen unas cuerdas muy oportunas en una obra intensísima, pero es la batería y la percusión en su conjunto la que se lleva la palma. Daniel Suárez es el responsable de un trabajo monumental con el que acompaña los zapateados hechos con zapatillas de deporte y los puntos álgidos de toda la composición. Es lo que debe ser un percusionista: un mago en la sombra y si el interés no decae en más ocasiones es gracias a su trabajo. 

 

Una Dulcinea de rompe y rasga

Algo que no olvida Marín es el humor, clave en El Quijote. El poeta Luis Rosales llegó a comprar al personaje de Cervantes con Charles Chaplin porque “igual que él comienza siendo un payaso y termina convirtiéndose en un milagro”. Ese punto lo logra el bailaor en algunas de sus intervenciones y tira de su Sancho Panza, el bailaor Abel Harana, para las escenas más cómicas: por ejemplo, la de ponerlo a marcar por bulerías montado en un monopatín o hacerlo bailar metido en un saco de dormir. 

Menos logrado está el juego de espejos que representa El Quijote. El catedrático Francisco Rico, quizás el mayor experto en esa novela y su protagonista, explicaba en una de sus conferencias que Cervantes construye su personaje haciéndolo viajar de Alonso Quijano a Don Quijote, llevándolo de la locura a la cordura, del disparate al aburrimiento. En ese sentido, Marín no le da tregua a su Quijote. Su hidalgo vive inmerso en otro mundo, apenas lo desdobla o no se aprecia. 

Otro logro es Dulcinea. La interpreta Patricia Guerrero, el personaje más flamenco de la obra, pues no importa si la visten de futbolista, boxeadora o de personaje de la película Matrix porque ella lo baila todo con cuerpo y con cabeza. Se le ve en el conato de tangos y hasta en la especie de minué que ejecuta con Marín. Guerrero baila de manera inteligente, se le ve hasta en el quiebro del meñique. Para ella no hay paso en vano, ni paso pequeño: no hay batallas, todo es guerra. Es el tipo de energía que llega al espectador aunque no entienda, esté dormido o vea el show desde la última fila.

 

Algo forzado

“Don Quixote” está plagado de detalles y referencias que pueden interpretarse de muchos modos. Uno posible, quizás errado o quizás no único, es que esta es la historia de un creador harto de que lo llamen loco o no entiendan. La historia de alguien que ha decidido no reivindicarse más. “No soy caballero de nadie” parece decir Marín con un espectáculo con el que es quien es, quien quiere ser, no quien pretenden los demás que sea. 

Pero su reivindicación se sube a escena, la ve el público. Y al de Nîmes le costó entrar en el juego aunque al final aplaudió su propuesta. La obra tiene momentos llenos de ingenio, originalidad y fuerza (el de los bailaores-boxeadores, por ejemplo) y debería redundar en ellos. Sin embargo, da la sensación de que Marín, creador y autor, es el que menos se luce. Y también de que hay en la obra demasiados elementos, algunos muy forzados. “La fascinación que produce El Quijote, con la silueta de Cervantes al trasluz, siempre es radicalmente inverosímil y siempre absolutamente natural”. Así resumía Rico el poder de atracción del personaje. También el de Marín es irreal, fabuloso e increíble, pero sólo en algunos episodios resulta natural. 

Fotografías


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