Una fiesta de disparates, pantomima, estupor y dosis de ingenio

En su estreno en Sevilla, Israel Galván tampoco convence a un público expectante que vio decaer una propuesta con destellos de genialidad pero irregular y carente de ritmo

Israel Galván - La Fiesta

Israel Galván - La Fiesta

Espectáculo: La fiesta. Idea, dirección artística, coreografía: Israel Galván. Aparato: Pedro G. Romero. Diseño de luces: Carlos Marquerie. Co-dirección musical: Niño de Elche. Colaboración en la puesta en escena: Patricia Caballero y Carlos Marquerie. Elenco: Israel Galván, Bobote, Eloísa Cantón, Emilio Caracafé, Ramón Martínez, Niño de Elche, Alejandro Rojas-Marcos, Alia Sellami, Uchi. Sonido: Pedro León. Fecha: Viernes 18 de mayo. Lugar: Teatro Central. Aforo: Lleno.

Texto: Sara Arguijo
Fotos: Adam Newby

En La fiesta de Israel Galván estaban todos: la espontánea, el pesao, el soso, el niño que se aburre, la guiri, el que va de estrellita, el que se pasa de rosca, la que se hace de rogar, el que acaba por los suelos… Todos y en todas las fases: la de la euforia, la de la desgana, la del despiporre, la del cansancio, la de la catarsis, la del ridículo, la de la tristeza y la de la vomitera. También todas las preguntas: para qué habré venido, a éste quién lo ha invitado o para qué me meto en esto y ahora cómo me voy. De hecho, para completar el disparate de lo que es, o debe ser, una celebración de esta magnitud tan solo echamos en falta el habitual amago de bronca y alguna que otra sustancia psicotrópica.

En este sentido, el último espectáculo del bailaor, que estrenó este viernes en Sevilla en un ambiente de máxima expectación y bastante postureo, contó con lo que probablemente es más difícil de encontrar en cualquier propuesta escénica actual: un buen punto de partida, un concepto interesante, un elenco magistral y un genio.

Pese a las críticas recibidas en su recorrido previo -que, por cierto, pocos habían querido leer o creer antes de entrar al teatro-, los espectadores estaban dispuestos a empatizar con el artista y hacerle ver que aquí, en su ciudad, somos capaces de entenderle mejor que nadie. Una absurdez, como tantas otras, que acabó por desmontarse ante una obra que yerra en cuestiones básicas como el ritmo, la cohesión o la concordancia.

Porque sí, efectivamente Galván comparte códigos y paisajes comunes con su público más cercano. Por eso, se entendió a la perfección la parodia. El coro de personajes-clown que en esta fiesta rompen con la comicidad y el optimismo de Fla.co.men para mostrar su cara más decadente y patética. Como la de esos payasos del Circo Mundial que tu padre te llevaba a ver en la Feria como un regalo y que a ti te producían más pena que gracia.

Igual se comprendió el intercambio de roles y las pretendidas distorsiones que, como la atracción de los espejos, no siempre nos devuelven la imagen que queremos de nosotros mismos. También los balidos de cabras y ovejas, las voces que no salen, los cantes entrecortados y los efectos con los que, un Niño de Elche soberbio en su puesta en escena y el resto de artistas, iban generando una atmósfera entusiasta y agotadora. Y hasta vimos en el chándal del Betis y en la vestimenta futbolera el recuerdo al niño que fue (o quiso ser) Israel. Seguramente desubicado en esas veladas del barrio de San José Obrero o en esas reuniones que vivió desde chiquillo.

En resumen, lo mejor de La fiesta es el juego. El lenguaje ingenioso que el artista emplea para exponer sus inquietudes. Pero ni siquiera esto sostiene un espectáculo que resulta, al fin, irregular, largo y fallido. Así, no se entiende, por ejemplo, que no se aprovechara más el talento que había sobre las tablas. No se justifica el exceso de pantomima ni la repetición de planteamientos. No se comprende que Israel baile tan poco y que cuando lo haga sea en un soliloquio de más de 25 minutos, ajeno a la idea coral y al propio argumento, un número que podríamos verle en cualquier otro contexto. Y, sobre todo, no se perdona que una obra empiece levantándote del asiento con un inicio apoteósico y acabe reclinándote en la butaca del sopor. Aunque fue un poeta inglés el que dijo que toda fiesta es una locura de muchos para la satisfacción de pocos. Y, eso sí, lo bueno en este caso es que no tendrán resaca.

 

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